Como toda capital europea, París está lleno de plazas cargadas de historia, pero sin duda la más emblemática, o la única que se menciona en los libros de texto de la E.S.O. con los que me eduqué, es la de la Bastilla. Anaya descuidó a su público adolescente al omitir que en esa misma plaza habitó un elefante de casi 15 metros… ¡durante 33 años!
Como el instituto nos queda ya muy lejos a todos, hagamos un repaso breve de la historia de esta plaza con nombre de dobladillo. Y es que no siempre fue un espacio público; durante varios siglos allí sólo hubo una prisión.
La Bastilla en su origen era una puerta fortificada construida a mediados del siglo XIV (por aquel entonces esa era la propia definición de bastilla) que protegía de invasores ingleses la entrada a París por el Este durante la Guerra de los Cien Años. Con el paso de los siglos se le añadieron más torres y se estableció como fortaleza y prisión real.
Cuando Luis XIV (el Rey Sol) llegó al trono, París ya se había extendido hacia el Este más allá de la Bastilla, así que el monarca mandó derribar las antiguas murallas de la ciudad y comenzó a emplear la fortaleza como lugar de encierro para personajes que le molestasen a él personalmente. Para ello se servía de las llamadas lettres de cachet, órdenes directas firmadas y selladas por el Rey que metían en la cárcel a quien él quisiera sin juicio previo y por un tiempo indeterminado. Y por supuesto, inapelables.
Algunas familias nobles solicitaban las lettres de cachet para encarcelar a un miembro descarriado evitando así el escándalo que un juicio público traería al apellido. Este secretismo penal dio lugar a leyendas como la de El Hombre de la Máscara de Hierro (en realidad, de terciopelo), detenido durante 34 años (parte de ellos en la propia Bastilla) y cuya verdadera identidad jamás ha sido descubierta.
Hacia el final de su historia, la Bastilla se había convertido en un símbolo del despotismo real pese a que en realidad ya apenas alojaba una veintena de reclusos al año. El hecho de que la mayoría de ellos fueran arrestados como consecuencia de la fuerte censura editorial, unido al secretismo que envolvía las detenciones, reforzaba esta imagen.
Uno de los últimos y más ilustres habitantes de la prisión, enviado allí por instigación de su propia suegra, fue el Marqués de Sade. Fue precisamente entre las paredes de la Bastilla donde escribió su famosa novela pornográfica Los 120 Días de Sodoma. Al no disponer apenas de materiales, y temiendo que se le confiscase una obra que simbolizaba los mismos males por los que había sido apresado, el Marqués redactó la novela en letra diminuta empleando pequeños trocitos de papel que, pegados uno detrás de otro en un rollo continuo, conformaron un manuscrito de 12 metros de longitud fácil de enrollar y esconder.
Esta miniatura literaria nunca fue publicada en vida de su autor por un motivo tan apasionante y desafortunado como los que marcaron su biografía. El 2 de julio de 1789, siendo París una olla a punto de estallar y la Bastilla su punto más caliente, el Marqués de Sade se encaramó a la ventana de su lujosa celda y gritó a la muchedumbre: «¡Aquí están matando a los prisioneros!». El tumulto fue tal, que dos días después se trasladó al causante sin previo aviso a un manicomio a las afueras de París, dejando Los 120 Días de Sodoma inacabados y escondidos en un muro. Poco más de una semana más tarde, la fortaleza fue tomada y los (siete) presos restantes, liberados. Daba comienzo la Revolución Francesa y el desmantelamiento de esta mole medieval.
Meses después de esta jornada histórica, de la Bastilla quedaban poco más que los cimientos. En el descampado resultante, una especie de Zona Cero del siglo dieciocho, se sucedieron las celebraciones y los homenajes a los héroes de la Revolución (más cambiantes que el clima, pero esa es otra historia). El primer monumento que se erigió, en 1793, fue la llamada Fuente de la Regeneración Nacional; una representación de la diosa Isis de cuyos pechos manaba agua (algunas fuentes dicen que leche) y que conmemoraba el asalto al palacio de las Tullerías el año anterior.
Pero en 1799, con la República derrocada y Napoleón Bonaparte en el poder, el sentimiento revolucionario volvió a ser tanto o más peligroso que diez años antes, y el potente simbolismo de la Plaza de la Bastilla se tornó peliagudo para el nuevo gobierno. ¿Un clavo saca a otro clavo? Un monumento saca a otro monumento. Napoleón, en pleno programa urbanístico de autobombo, comenzó a proyectar la construcción de su Arco del Triunfo en este punto de la ciudad, pero finalmente se decidió por una fuente con forma de elefante.
La decisión no tenía nada de casual, ni de decorativo, ni la simpatía del elefantito de Bernini; Napoleón quería dejar claro que a poderío conquistador no le ganaba nadie, y para ello escogió un símbolo tradicionalmente asociado a Alejandro Magno, concretamente a su victoria sobre el Rey Poros en la India. Si Alejandro retornó victorioso con los elefantes del ejército derrotado, Bonaparte construiría en su capital un majestuoso elefante de bronce de 24 metros de altura fundiendo los cañones capturados en la Batalla de Friedland (1807). Además, los parisinos podrían acceder a un mirador en lo alto subiendo por la escalera interior de una de las patas del animal.
24 metros equivaldrían a unos 14 Napoleones, por si teníais curiosidad.
Se tardó dos años en completar la base de la fuente y sus cañerías subterráneas, pero cuando llegó el momento de empezar el elefante, en 1813, la suerte del conquistador estaba cambiando (y con ella sus finanzas). Esperando tiempos mejores, se tomó la decisión de construir una maqueta provisional a escala más reducida (14,6 metros) con estructura de madera y cuerpo de escayola. Como cuando dices «el logo de mi blog es temporal, en cuanto tenga tiempo haré el definitivo«. ¿Vosotros habéis visto el definitivo? Napoleón tampoco.
Desde su ubicación privilegiada, el Elefante de la Bastilla presenció el colapso del imperio napoleónico tras la derrota en la batalla de Waterloo, la consiguiente Restauración borbónica, la ascensión al trono de tres Reyes diferentes, incontables protestas callejeras, una segunda revolución, y a punto estuvo de vivir una tercera. Pero durante esas más de tres décadas, las únicas mejoras que se aprobaron para él fueron la contratación de un guarda llamado Levasseur (que vivía dentro de una de las patas) y la erección de una valla desvencijada para alejar a los vándalos.
33 años a la intemperie son muchos para una figura hueca de escayola. El escritor Víctor Hugo, que pudo contemplar al elefante en su momento álgido de decrepitud, dejó una descripción del mismo para la posteridad en Los Miserables (uno de sus personajes, de hecho, vive dentro de la estructura).
Era un elefante de cuarenta pies de altura, construido en madera y yeso, con una torre sobre su lomo que recordaba a una casa, en su día pintado de verde por un mal pintor, ahora pintado de negro por el cielo, el viento y el tiempo. […] Era sombrío, misterioso e inmenso. Era un poderoso fantasma visible, uno no sabría decir qué, erguido al lado del espectro invisible de la Bastilla. Pocos extranjeros visitaban este edificio; ningún transeúnte lo miraba. Estaba quedando en ruinas; a cada estación, el yeso que se despegaba de sus costados formaba espantosas heridas. […] Allí estaba en su rincón, melancólico, enfermo, desmoronándose, rodeado de una empalizada podrida y ensuciada a cada instante por cocheros borrachos. Grietas surcaban su vientre, un listón asomaba de su cola, altas hierbas florecían entre sus piernas; y, como el nivel del lugar había ido creciendo a su alrededor por espacio de treinta años, por ese movimiento lento y continuo que insensiblemente eleva el suelo de las grandes ciudades, se encontraba en un hueco, y parecía como si la tierra estuviese cediendo bajo él. Era sucio, despreciado, repulsivo y soberbio, feo a los ojos del burgués, melancólico a los ojos del pensador.
No siempre estuvo solo. A partir de 1835, el elefante pudo disfrutar como un jubilado viendo a los obreros trabajar en la construcción de la Columna de Julio, erigida para conmemorar la Revolución de 1830 y aún presente en la plaza hoy día. Por si estar junto a su flamante vecina no fuera poca humillación, la columna se levantó sobre la base que en su día iba a sostener el hipotético paquidermo de bronce. Y juntos convivieron largos años, hasta que las quejas de los vecinos de la zona por las plagas de ratas procedentes del interior del elefante dieron sus frutos y fue desmantelado en 1846.
Y así acaba la historia del último elefante loco parisino de cartón piedra… ¿O no? ¿Hubo más? HombrePORSUPUESTO. Entre las muchas estructuras temporales que se erigieron para la Exposición Universal de París de 1889, como la Torre Eiffel, no podía faltar un elefante gigantesco. Y cuando acabó la locura y se desmantelaron la mayoría de instalaciones, dos empresarios llamados Charles Zidler y Joseph Oller decidieron comprarlo para adornar el jardín de su recién inaugurado cabaret… el Moulin Rouge.
La pasión por el concepto aberrante de un elefante habitable no se quedó en Francia; en Estados Unidos, un inventor llamado James V. Lafferty construyó nada menos que tres, e incluso se hizo con la patente sobre cualquier edificio con forma de animal. En un inesperado giro de los acontecimientos, murió arruinado.
Una no puede escribir un post sobre edificios con trompa, cerrarlo y marcharse con la cabeza alta como si hubiera aportado algo útil al mundo, así que he decidido dejaros buen sabor de boca con una secuencia de la última adaptación al cine de Los Miserables (2012) en la que el Elefante de la Bastilla canta tanto como los actores y Russel Crowe está callado: merveilleux!
Oh la la
Pixel Art: El Elefante de la Bastilla, podrido icono parisino de Where in the World is Carmen Sandiego? (1985)